FOTO 1: Jugar a entera, obra de Modesto Sánchez |
En aquel tiempo, uno de los juegos infantiles más populares era el conocido con el nombre de entera. Un participante, que hacía de burro, se encorvaba (doblando la espalda, con los codos apoyados por cima de las rodillas y la cabeza gacha), mientras los demás iban saltando sobre él de forma transversal desde una línea o raya trazada en el suelo. El primero en saltar era la madre, y el último, el porra. Entre ellos, los demás seguían saltando por turno según el sorteo de la china determinado al principio, y por riguroso orden de jerarquía o méritos a medida que avanzaba el juego.
Después de cada ronda, el burro se alejaba de la raya, incrementando la distancia de un pie a lo largo, apoyado sobre el otro atravesado. Cuando estaba lo suficiente lejos, los que saltan elegían entre hacerlo de una vez, diciendo entera, o dando una o varias zancadas antes del salto sobre el que estaba agachado: media (dos saltos), tercia (tres), cuarta, y así sucesivamente. Quien pisara la línea, o no pudiera saltar según lo acordado, perdía y pasaba a ser el nuevo burro. El otro se incorporaba a los saltadores colocándose en la cola, para ir ascendiendo puestos en la fila cuando alguien perdía.
La madre mantenía su posición en la cabeza si saltaba de manera impecable o daba menos zancadas que los demás, hasta que era desplazado por otro que consiguiera superarlo. La emoción crecía a medida que el burro se alejaba de la raya y aumentaba la dificultad; hasta llegar al momento álgido cuando la distancia ya era considerable.
En este punto, la madre se frotó las manos, calibró la distancia y sus posibilidades, para, de nuevo, pedir entera. Así, con arrojo, desafiando las expectativas de los demás. Estos, con asombro, se apartaron a ambos lados para contemplar la hazaña, aguantando la respiración. Se hizo el silencio. El héroe retrocedió para tomar carrerilla…
El fogonazo de un deslumbrante personaje iluminó su mente como un relámpago dándole alas: «¡Sígueme!» Solo él pareció oír la voz del admirado paladín de su historieta predilecta mientras salvaba el foso al asalto del castillo.
Y, en un visto y no visto, afianzó los pies ante la raya sin pisarla, despegó del suelo impulsando el salto con los dos pies, extendió los brazos paralelos y, con las manos y las piernas abiertas, se lanzó en audaz vuelo hasta el burro. Este aguantó la embestida de las zarpas sobre su espalda sin cambolearse, hasta que el lince saltó limpiamente sobre el que permanecía encorvado, sin rozarlo con otra parte del cuerpo; para, al fin, caer de pie en el suelo manteniendo el equilibrio, con la verticalidad recuperada después del salto a la fama.
Tal proeza apuntaló tanto la popularidad del intrépido muchacho que se granjeó la corona de los inmortales. Por ser el más alfayate de todos y el más valiente. Aquel que atraía la atención del resto de jugadores y la admiración de toda la chiquillería; el as que descollaba por encima de todos. Había merecido la pena arriesgarse para no perder el aura, el prestigio. Eso sí, con temple y conocimiento; porque en caso de sobrevalorar su gallardía, la estrella podría haberse estrellado contra el pavimento, apagando su brillo y haciendo añicos su gloria con una dolorosa caída y una amarga derrota. Por chuletilla y fanfarrón.
En este supuesto, tendría que humillarse y agachar el cuaco y la camoya haciendo ahora de burro para que los demás siguieran brincando por encima. El segundo y más precavido haría entonces de madre destronando al primero. Ahora tendría la oportunidad de darle una lección al gallito que alardeaba de cascarle a todos, de vencer a cualquiera en las peleas; precisamente al rival, al que no paraba de desafiar para arrebatarle el puesto de líder y cabecilla de la panda. Para mayor bochorno del hasta ahora campeón.
FOTO 3: El salto del burro tenía muchas modalidades, de las que entera era la más popular y espectacular. |
Los restantes jugadores se fueron rajando y pidieron media, tercia... sin exponer demasiado. Si uno de atrás saltaba superando la distancia que había entre la raya y el burro con menos trancallás que el precedente, se ponía por delante de este en el turno de salto. La selección natural ponía a cada cual en su sitio según sus cualidades y destrezas.
Mientras tanto, el pobre burro debía permanecer en su encorvada posición, aguantando los embates por la inercia impulsiva de cada salto, firme y con entereza, sin perder la compostura; pues en caso de arrengarse, era recriminado y censurado por los demás, tachándolo de ser una cascarria que no valía pa na. Por poner en peligro la integridad física de los saltadores. Y ¡ay de él si se enfadaba y abandonaba el juego! porque entonces sería sometido a un severo y humillante castigo: El de recibir, además del desprecio general, una avalancha de esquiliches o puntapiés en el trasero propinados por cada uno de los integrantes del juego. Así, sin contemplaciones ni miramientos.
Eran tiempos de hierro aquellos, de garrotazo y tente tieso. Desde chiquinino, uno comprendía jugando la agridulce realidad de la vida y sus lecciones: Aprender a competir y a saber ganar sin avasallar ni envanecerse, reconociendo que uno solo no era nadie por sí mismo sin la necesaria compañía de los demás; pero también a aceptar la derrota sin desanimarse, a lamberse las heridas en silencio, aguantar el chambuón y aceptar que no se puede sobresalir en todo, a conocer tus límites. A caer y a levantarse sin pucheros ni escorrocios. Y, sobre todo, a sobreponerse hasta que el tiempo y la experiencia enseñara a cada cual a enfocarse en lo que puede lograr según sus aptitudes y su talento.
Entera era uno de tantos juegos de salto. Había otros para elegir, con nombres tan evocadores como cangraje, mosca-cosca, la mula larga, a la una anda mi mula, salto la papa… Juegos variados que garantizaban diversión, cada uno con sus propias reglas y peculiaridades.
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El salto la papa, por ejemplo, era un juego menos conocido, pero muy divertido y de menor riesgo, aunque también menos competitivo: En este, uno hace de burro poniendo la cabeza entre las piernas de otros dos, que doblan la espalda juntando el trasero, quedando en forma de T como se ve en la curiosa escultura de Modesto Sánchez (foto 4). Mientras tanto otros tres saltan, uno detrás de otro, tirándose de cabeza sobre el burro para dar una vuelta de campana sobre los que están agachados y caer por delante con los pies en el suelo. Si alguno de los que saltan, no completa el salto con limpieza, los tres sustituyen a los que están agachados, que son los que saltan ahora. Para jugar al salto la papa, era preciso que jugaran seis muchachos: tres que saltaban y tres que hacían de burro, alternándose en sus funciones.
En la mula larga, en cambio, no se limitaba el número de participantes. Cuantos más muchachos participaran, más larga era la mula. Esta se alargaba sin límite, ya que no terminaba hasta que los jugadores se cansaban y daban por concluido el juego. Este juego, más conocido y practicado por las generaciones posteriores, se iniciaba con uno que se ponía de burro y los siguientes iban saltando y agachándose a continuación para que saltaran los demás, que a su vez se iban agachando. Cuando todos habían saltado, el primero se levantaba y ahora era el que le tocaba saltar por encima de todos los demás, en una especie de cadena sin fin, a lo largo de un terreno lo suficientemente abierto y espacioso, como la Corredera.
En aquel tiempo, los niños tenían bien delimitados sus juegos y sus escasos juguetes según su sexo, de la misma forma que los hombres tenían sus ocupaciones y enseres, y las mujeres, las suyas. Así que las niñas tenían sus propios juegos de salto, no tan violentos pero no menos habilidosos. Ellas saltaban a la comba con la soga, también con numerosas variantes y estilos, llevando el compás siempre con preciosos cantilenas y tonadas.
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Los muchachos también tenían sus retahílas, que repetían con los mismos gestos y palabras añadidas a medida que brincaban en otro entretenido y ocurrente juego. (De aquí que tenga tantas versiones según cada lugar):
A la una anda la mula;
A las dos el reloj, ring ring;
A las tres la almirez una dos y tres… (palmadas);
Al as cuatro el gran salto;
A las cinco el lino brinco, con la cuchará, échate p’allá, arroz, azote, zurrimicle (pellizcón) y culá;
A las seis, etc.
A las trece amanece con cada lagaña que parecen castañas y nueces;
A las catorce suenan tres voces: culoroto, tu hermano y el otro;
A las quince las perdices (se lanza un objeto con la cabeza al saltar y después tiene que recogerlo cada uno de bruces con la boca).
Estos son algunos juegos que recordarán especialmente todos los coritos que cargan ya con tres cuartos de siglo a sus espaldas dondequiera que se encuentren. Aquellos que formaban parte de las piaras de zagales que, cuando les daban larga de la escuela de dictado y caligrafía, llenaban las calles y plazas del Cabezo a mediados del siglo pasado. La Corredera era también el patio de recreo. Uno de ellos, Amador Ladera, emplearía el término de entera referido a este juego en un soneto que evoca su niñez en aquel tiempo en nuestro pueblo:
Memorizar en clase la lección;
y repetir, con tedio, cada día,
siempre, con sutil caligrafía,
la copia de un dictado o una oración.
Hacer la primera comunión,
sin saber, de verdad, lo que se hacía;
solamente festejar con alegría
el estreno de un nuevo pantalón.
Juntarse todos en la Corredera
y, tendidos, pintarse pies y manos
sobre el cemento en que se juega a entera.
Y esperar las siestas del verano
para escapar de la casa solariega,
y jugar a los huesos en la cal Cano.
Los güesos, las tabas, los bolindres, los cartones, el aro, el repión, la comba, la baya, entera, el marro, el salto la papa, la botella borracha, la gata paría… Juegos sencillos, elementales y al alcance de todos; heredados de nuestros antepasados por medio de incontables generaciones, ya que su origen se pierde en la noche de los tiempos. Pero la invasión de los coches, el éxodo rural y, sobre todo, la ventolera de la televisión con el fútbol, primero, y el vendaval de la artificiosa modernidad con su tecnología, después, los han barrido de un plumazo. Los juegos en la calle con sus misteriosas palabras (angóstola, tocaté...), ya son recuerdos de antaño nada más. Monsergas de viejos que, más pronto que tarde, se habrán esfumado para siempre; cosas de unos tiempos tan atrasados y antiguos que para jugar y divertirse, no era menester aislarse con costosos archiperres que apenas requieren mover un dedo.
Juan-José Becerra Ladera
AGRADECIMIENTOS: Con nuestra gratitud a todos los que han colaborado generosamente con su valiosa aportación: A Amador Ladera, por permitirme incluir su poema "Infancia"; a Modesto Sánchez, por facilitar que reproduzca su escultura del salto la papa; a Justa Tejada, por autorizarme a incluir la foto antigua de la Corredera en su posesión; a Archivos Estatales, por la foto de las niñas jugando a la comba. También quiero agradecer al Ayuntamiento de Feria por la publicación de este artículo en esta revista de festejos, así como a los lectores por la paciencia de leer este manojo de palabras completamente subjetivo y parcial por haber brotado del corazón. Muchas gracias y felices fiestas de San Bartolo. JJBL
Portada de la revista de festejos patronales en honor de San Bartolomé (Feria, Agosto 2024) en la que fue publicado este artículo de "En aquel tiempo... (Recuerdos de antaño)". |