Desde que la Princesa parió
al burranco, no tuve otro juguete que Cigüeño; pues ése era su nombre de pila.
Aunque decir juguete, es bien poco ya que pronto se convirtió en mi mejor
amigo. Y también me quedo corto porque, más que amigo, era como de la familia.
Tanto lo llegué a querer que untavía, al cabo del tiempo…
«¡Cigüeño, cigüeñino!» Y el
borriquillo, na más verme, se acercaba trotando, retozón; haciendo cabriolas y
dando corvetas como un chivino, más contento que una sonajera. ¡Era generoso y
castizo como él solo!
Del nombre tuvo la culpa mi
hermano, que al verlo na más nacer dijo, no sé si por las patas o por el
pelaje: «Anda, parece una cigüeña» Y con Cigüeño se quedó.
Pero fui yo el que me
encargué de cuidarlo y de criarlo tan pronto como dejó de mamar. Mientras mi
padre se ocupaba de la burra y de los mulos, yo cogía el cuartillo de las gras
del doblao y lo llenaba en la troje del revuelto; después iba a la cuadra y le
echaba el pienso en el pesebre chico junto con la paja que recogía en el pajar
con un esportón. Algunas veces, me montaba en el burrino de un brinco y él se
dejaba llevar sin hacer movimientos extraños para que no me cayera. Y así
fuimos creciendo juntos y haciéndonos el uno al otro, sin que se distinguiera
quién estaba más encebicao con quién. Y es que no podíamos pasar el uno sin el
otro. Otras veces le llevaba a escondiíllas una sandía, que le gustaba mucho:
«Anda, cómetela; pero no se lo digas a naide».
Por la tarde, en cuanto me
barruntaba llegar de la escuela, empezaba a roznar; y yo me iba con él al
cortinal donde lo dejaba a plao, suelto y campeando a sus anchas. Si era
preciso, le pasaba la rasqueta pa limpiarlo o lo llevaba a esquilar. Y no hacía
falta que le pusiera el acial ni la manea de tan noble y dócil que era. Y si
iba con la Princesa a por el forraje o a llenar los cántaros en el pilar de
Arriba, él me seguía a to las partes.
En el pueblo to el mundo lo
conocía, especialmente los muchachinos, que al verlo pasar, lo llamaban; y él
se iba encantao a rehollar con ellos. Muchos días nos íbamos con él a por
grillos o a bañarnos en las albercas si era verano, y al rebusco de la acitunas
o a comernos la burrica si era invierno. Y volvíamos a casa jugueteando y
haciendo piruetas con Cigüeño. Era como uno más de la pandilla: Si había que
jugar a entera, él hacía de burro y los demás saltábamos por encima; y si
jugábamos a coger, se ponía a corretear como uno más de nosotros. Cuando
echábamos una carrera, siempre llegaba el primero y no había quien le ganara. Y
nunca se mosqueaba. Al contrario: si nos veía contentos, se alegraba; y si nos
veía triste, se apenaba. Y si nos peleábamos, nos miraba con cara de pocos
amigos como reprochándonos: «Pero mira que sois burros».
* * *
Aquel año mi padre me llevó,
como otras veces, a la feria san Miguel. Me levanté mu temprano. Mucho antes de
que los gallos cantaran llamando al nuevo día. ¡Cuánto había deseado que
llegara este momento! Mientras aparejábamos las bestias, el corazón parecía que
me se iba a salir por la boca. Por fin emprendimos la marcha. Como Cigüeño ya
podía conmigo, yo iba montao en él, en pelo y con los pies descalzo; pero más
pincho que un zagal con zapatos nuevos. Mi hermano, como era mayor, iba delante
montao en la Princesa, que ya se sabía el camino mejor que Brito, el coche de
línea. Mi padre iba detrás dejándose ir con los mulos.
En el pilar Manceñía, nos
paramos pa que abrevaran las bestias. Y yo iba grabando en mi memoria hasta el
más insignificante de los detalles mientras pasamos por el güerto las Guindas,
el Carretero, los Albolagares, la Rivera, la Hesa Zafra y Cantalgallo.
«Vas a ver»; le iba
explicando a Cigüeño to entusiasmao: «Iremos a ver los caballitos y nos
montaremos en las cunitas… Tú, como nunca saliste del pueblo, no has visto
nunca el tren, ni siquiera la luz eléctrica. Hay tantas luces y rebrillan tanto
que por la noche apenas se ven las estrellas. Y no los candiles con los que nos
alumbramos en casa. Y hay un circo con payasos que dan mucha risa, domadores de
leones que dan mucho miedo y unos bicharracos tamaños como el castillo que se
llaman elefantes. También hay muchos mercachifles y sacaperras pregonando
golosinas, juguetes y archiperres de to las clases: bolindres, repiones,
bastones de dulces y hasta turrón. ¡Cómo nos vamos a poner! Y la tómbola:
¡Siempre toca: si no un pito, una pelota!»
«A ti, Cigüeño, te voy a
comprar una jáquima: la más bonita que haiga. Aunque tenga que robar pa
comprártela. Vas a ser la admiración de la feria, Cigüeñete. Seguro que más de
una burranca te se queda mirando mascando más yerba que la burra Alfaro. Pero
tú no empieces a roznar como un borrucho cualquiera, garañón; que te conozco.
Date importancia. Tú, con la cabeza bien alta, más airoso que la Puerta el
Perdón. Porque tú vales mucho y no te vas a ir detrás de la primera pollina
caliente que solicite tus servicios. Y allí tendrás donde elegir… Ya verás como
impresionas. Y yo, yo me sentiré orgulloso de ser tu amo».
«Y ándate con mucho ojo, no
te vayas a perder como me pasó a mí un año cuando era más chiquinino: Pos que
me fui detrás de un cíngaro que llevaba un oso que bailaba al compás del
pandero. Tuvieron que estar mucho tiempo buscándome porque me encontraron, con
más hambre que los pavos de Bote, lambiendo la cristalera de una pastelería».
* * *
Llevaríamos unas tres leguas
interminables de camino cuando, a lo lejos, ya se divisaba la torre de la
iglesia de Zafra perfilándose en el horizonte sobre la tenue línea de la
primera luz del alba.
Cuando llegamos, el rodeo
era ya un hervidero de ganao y de gente que se afanaba poniendo el hato donde
se terciaba. Así que nosotros pusimos el nuestro donde mejor nos pareció, con
la jerga donde pasaríamos la noche. Merchanes, chalanes, arrieros, recueros y
otros tratantes… iban acudiendo mientras el sol asomaba la gaita desperezándose
como un gato. Entretanto, los más madrugaores echaban un vistazo a la
concurrencia de muletos, jamelgos y jumentos que se iban congregando.
De vez en cuando, un potro
ligero de cascos se desbocaba y había que domeñar y meter en verea al ganao que
se alborotaba. Yo ayudaba a mi padre, como un feriante más, a ponerle el morral
a la burra sin perder de vista al Cigüeño que, algo atorrullao, no salía de su
asombro ante el ajetreo de traficantes y recuas de animales que iban y venían.
Un gitano que lo vio, se
acercó y acariciándole la testuz se lo procuró a mi padre, y que cuánto quería
por él. Yo pegué un bote y, abrazándome al pescuezo del borrico, le solté
despectivo que no estaba en venta. Y que no tenía dinero pa comprarlo ni aunque
tuviera to el oro del mundo. Entonces mi padre hizo un ademán de resignación y el
gitano se alejó echando pestes. Y es que to el que pasaba por allí, se quedaba
mirándolo mientras pronunciaba algunas palabras entre signos de admiración.
«Ya te lo dije», le
susurraba yo al oído, «¿No te das cuenta cómo se le cae la baba a la gente alabando
tu instinto y tu talento? Por eso te quieren comprar. Pero no me mires con esos
ojos suplicantes que parecen dos pozos llenos de negros presagios en los que me
da vértigo asomarme. No te preocupes, que yo no pienso deshacerme de ti ni
aunque me den Zafra entera con tos los churretines. Y tú prométeme que nunca
vas a separarte de mí. ¿Trato hecho?»
Y el mu zalamero, ya más
tranquilo, se arrimaba hasta rozarse conmigo y, haciendo cirigoncias, me daba a
entender con la cabeza que sí, que me lo prometía porque no concebía la vida
lejos de mí. Y es que aquel animalito tenía más conocimiento que muchas
personas que yo conozco.
* * *
Pero, pa ganarse el mendrugo
de pan, hay que trabajar antes; y, como el sol ya empezaba a picar, mi padre me
mandó con el barril a sacar algunas perras. Conque cogí el de Salvatierra y fui
a llenarlo de agua a un pilar mu grande que estaba bastante lejos del rodeo.
Entonces me puse a vociferar a pleno pulmón:
«¡A gorda el hartón de
agua!»
No tardaron en caer las
primeras moneas.
En uno de los viajes al
pilar, Me pasé por un puesto en el que vendían arreos y aperos de labranzas:
albardillas, anterrollos, biergos, cribas, hocinos, campanillos… y jáquimas.
Había una que na más verla me dije: «Esa, pal Cigüeño». Era la jáquima más bonita
de toas: En el frontil tenía dos cucardas o escarapelas con cintas de adorno a
cada lado, la testera tenía un quitapón de lana de colores con borlas, un
rosetón que caía sobre la frente y un mosquero; las quijeras y la hociquera
estaban primorosamente bordás y unas vistosas antojeras…, con una ringlera de
cascabeles en las barbás.
«¡Es preciosa! Anda que no
iba a presumir na el mu papelón». Después, ya le encargaría al albardero una
albarda que estuviera a la altura de la jáquima. Pero debía valer una fortuna.
Y no iba a vender el burro pa comprársela como aquel que vendió el guarro pa
comprar el dornajo. Porque yo era pobre, pero no tonto. Así que, seguí
trajinado con el agua.
Al paso que el día avanzaba,
el sol se dejaba caer con más fuerza. «Aprieta, Lorenzo», le animaba aunque yo
estaba sudando a caños; «No me seas maricón y arremete con cojones. Abrásales
hasta el mondongo con tal de que no paren de refrescarse el gañote»
Menos mal que el veranillo
de los membrillos se presentó aquel año a su debío tiempo aliándose conmigo.
«Al verano no se lo comen los lobos», solía sentenciar mi padre para rubricar a
continuación: «y al ivierno, tampoco». Pero eso era el verano y el ivierno, que
eran unos caballeros muy cumplidores y cabales. El veranillo de san Miguel, en
cambio, era un zascandil informal y algo chirimbaina del que no podía fiarse
uno; y a lo mejor le daba por escurrir el bulto en lugar de presentarse y dar
el callo cuando era su obligación. Pero esta vez, supo comportarse y estar a la
altura de las circunstancias.
«Tiene que ser mu cara,
¿cuánto costará? Lo contento que se iba a poner el mi burranquino cuando me
viera llegar con ella. ¡Y cómo luciría en su cabezota! Cuando llegara al
pueblo, to la gente se iba a quedar clisao y con la boca abierta al verme pasar
con él»
Conté las perras que había
cosechao hasta el momento, pero la jáquima debía valer mucho más. Allí estaba.
¡Y que no era bonita ni na! «¿Cuánto cuesta?» Me atreví a preguntarle al tío
gordo que las vendía. «Cinco duros», respondió mirándome de arriba a abajo con
una sonrisa desdeñosa como diciendo: «¿De dónde vas a sacar tú tanto dinero, so
pelagatos?» «Eso mismo me pregunto yo», musité con una cara de pena que al tío
le debió llegar al alma (si es que la tenía), «que de dónde voy a sacar tanto
dinero». Pero no estaba dispuesto a rendirme así como así y, sacando fuerzas de
flaqueza, seguí acarreando hecho un azacán:
«¡A gorda el hartón de
agua!»
Ya había perdío la cuenta de
los viajes que había dao. Si no me pasé ochenta veces por el pilar y, de paso,
por el puesto de los aparejos, no me pasé ninguna. Estaba reventao pero no me
derrumbé. Más que na, pensando en el mi Cigüeño. La verdad era que la bolsa iba
engordando. «El negocio va viento en popa, pero cinco duros son muchas gordas».
Fui a cambiarlas y volví a contar el dinero.
Miré pa arriba y, como el
sol ya empezaba a declinar, yo intentaba darme ánimos: «Ya falta menos». Hasta
que por fin reuní la cantidad necesaria. Entonces fui a recoger la jáquima y,
aunque los pies me dolían y hasta sangraban, salí como una salación hacia donde
teníamos el hato. Allí estaría esperándome, impaciente, el Cigüeño. Ya me
imaginaba montao a su grupa, sobre las alforjas nuevas y con la jáquima que
acababa de comprar; presentándome en el pueblo con más garbo que si cabalgara un
purasangre. Es verdad que no me podría montar en los cacharritos, y menos ir al
circo; ni llevarle las garrapiñas a mi madre; o los dátiles, que tanto le
gustaban, a la agüela; ni comprarme el repión… Pero el Cigüeñino se lo merecía
y por él estaba bien dispuesto a lo que fuera.
Iba galgueando y con la
lengua fuera. To cefrao y al borde de la extenuación. Pero no me importaba
porque por dentro me sentía ligero y radiante como una centella. Y la criatura
más satisfecha sobre la faz de la Tierra: La felicidad corriendo con los pies
descalzos y maltrechos, con un barril en una mano y una jáquima en la otra,
jaleada por el tintineo de unos cascabeles…
* * *
Recuerdo, eso sí, la cara de
mi hermano, que me salió al encuentro: «¡Ha vendío al burranco!», dijo con la
voz oscura y profunda como saliendo del fondo de una cueva, pues él sabía de
sobra la tormenta que se avecinaba. «¿Que qué?». «Que papa ha vendío al
Cigüeño. Le ofrecieron tanto dinero que no tuvo más remedio que…»
Pero a partir de aquí, ya no
puedo -ni quiero- acordarme de na. Sólo sé que me contaron, algún tiempo
después, que salí de estrampía gritando su nombre como un loco. Que unos mulos
se espantaron y ábate me matan; que me recogieron del suelo casi sin sentío y
me llevaron de vuelta a casa. Y que temieron por mi vida. Y que me pasaba las
noches llamándolo hasta que me quedaba rendío sollozando: «¡Cigüeño, Cigüeñino!
¿Pero dónde te habrás metío? Cuando te coja, julandrón, te vas a enterar».
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