2.6.25

Sinfonía inacabada


Aquel día, como tantos otros, el hombre tras levantarse, miraba el cielo tratando de averiguar el secreto y las intenciones de las nubes y del viento. Pero no era un día como todos.

Pronto, las campanas y los cohetes sorprendían a las cigüeñas en su nido y a los vencejos, que empezaban a revolotear alrededor del campanario, asustados, ante aquel inesperado baile de bronce y de pólvora.

Era el día de la cruz.

A continuación, el hombre fruncía el ceño preocupado ante la presencia de otra cruz de negras alas.

Cruz de la sequía.

Del campo llegaba a ráfagas un olor a jara en flor y a tomillo, también a miel y a colmena; y siempre a sudor y a pobreza.

Con el borde de la mano extendido sobre la frente, el hombre oteaba el horizonte. Más allá, el mar... Y como tantas veces pensó en preparar las maletas.

Cruz de la emigración.

Otros se fueron antes.

Allá, donde las nubes son de anhídrido sulfúrico y los ríos bajan preñados de átomos mortíferos.

Cruz del silencio.

Cada año, puntualmente llegaba la cruz. Cuando el sol doraba las mezquinas espigas y el encinar se convertía en un arrullo de tórtolas que se amaban bajo un cielo renovado.

El hombre desempolvó el traje de las ocasiones, se colgó el crucifijo y salió al encuentro de aquella cruz adornada con rayos de espejos y flores de papel de plata. Las mujeres disputaban sus canciones por las esquinas a esa cruz que se deslizaba por las calles sobre un río de personas.

Y todo el pueblo estallaba en mil arco-iris de colores. Siempre fue así. Como cuando era niño.

Cruz de los recuerdos.

En su vida hubo de todo: Lo visitó la vida y la muerte, conoció el amor y la guerra y aprendió a distinguir las palabras sinceras de las promesas interesadas.

La fiesta seguía. Y en el aire temblaban, mezclándose, las moléculas nauseabundas de una colonia barata y los lamentos horteras del cantante de moda.

Y había alegría.

Una cruz florecida y resplandeciente lo presidía todo.

El hombre, amenazado por la presencia de otras cruces, se confundió con el rebaño e intentó olvidar, pero sus carcajadas no eran sino la mueca alcohólica de una mal disimulada desesperanza.

Cruz de la esperanza.

Al día siguiente, como todos los días, el hombre tras levantarse miraría el cielo tratando de averiguar el secreto y las intenciones de las nubes y del viento.

Juan-José Becerra Ladera