2.12.24

Infante de la Marina


Infante de la marina,

con ínfulas de almirante,

el porte noble y sereno

y el alma limpia y vibrante.

La columna te sostiene,

con firmeza vigilante,

mientras tu mente se eleva

a un destino desafiante.

En tus manos, el rosario

y el libro de fe constante,

te preparas para el viaje

que es tu vida, navegante.

Pero hoy eres tan solo

un niño, en traje radiante,

que juega a ser capitán

del mar inmenso y distante. 

JJ.BECERRA

2.11.24

Por la calle Albarracín

 



Por la calle ALBARRACÍN

van subiendo los recuerdos:

Un zagal creyó una vez

que era el Capitán Trueno.

 

Se encaramó en las murallas

trepando desde el Venero.

y desenvaina la espada

que le hiciera el carpintero.

 

Ya viene de defender

el gran castillo roquero,

del asalto de los moros,

combatiendo con denuedo.


Tiene una herida en la frente,

la sangre mana sin freno

pero venció al enemigo

y ha liberado a su pueblo.

 

En el grifo una doncella

lo lava y le estampa un beso

al valiente capitán,

al invencible guerrero.

 

Un viejo mira orgulloso

aquel castillo altanero;

por la calle ALBARRACÍN

van bajando sus recuerdos.

 

JUAN JOSÉ BECERRA LADERA



22.10.24

Era un niño campesino (Recuerdos)


Era un niño campesino
que soñaba con la mar,
con el timón en las manos,
el monte lo vio zarpar.

En las aguas de la albuhera,
con aires del encinar,
cabalga sobre las olas
donde lo quieran llevar.

Bajo el cielo de su tierra
ya navega sin parar,
se creía un marinero
del océano sin final.

Sus ojos llenos de polvo,
mas su mente, ¡un huracán!
El niño soltó el arado
y puso rumbo a ultramar. 

JJBecerraL


3.9.24

Jugar a entera

FOTO 1:  Jugar a entera, obra de Modesto Sánchez

En aquel tiempo, uno de los juegos infantiles más populares era el conocido con el nombre de entera. Un participante, que hacía de burro, se encorvaba (doblando la espalda, con los codos apoyados por cima de las rodillas y la cabeza gacha), mientras los demás iban saltando sobre él de forma transversal desde una línea o raya trazada en el suelo. El primero en saltar era la madre, y el último, el porra. Entre ellos, los demás seguían saltando por turno según el sorteo de la china determinado al principio, y por riguroso orden de jerarquía o méritos a medida que avanzaba el juego.

Después de cada ronda, el burro se alejaba de la raya, incrementando la distancia de un pie a lo largo, apoyado sobre el otro atravesado. Cuando estaba lo suficiente lejos, los que saltan elegían entre hacerlo de una vez, diciendo entera, o dando una o varias zancadas antes del salto sobre el que estaba agachado: media (dos saltos), tercia (tres), cuarta, y así sucesivamente. Quien pisara la línea, o no pudiera saltar según lo acordado, perdía y pasaba a ser el nuevo burro. El otro se incorporaba a los saltadores colocándose en la cola, para ir ascendiendo puestos en la fila cuando alguien perdía.

La madre mantenía su posición en la cabeza si saltaba de manera impecable o daba menos zancadas que los demás, hasta que era desplazado por otro que consiguiera superarlo. La emoción crecía a medida que el burro se alejaba de la raya y aumentaba la dificultad; hasta llegar al momento álgido cuando la distancia ya era considerable.

En este punto, la madre se frotó las manos, calibró la distancia y sus posibilidades, para, de nuevo, pedir entera. Así, con arrojo, desafiando las expectativas de los demás. Estos, con asombro, se apartaron a ambos lados para contemplar la hazaña, aguantando la respiración. Se hizo el silencio. El héroe retrocedió para tomar carrerilla…

El juego de pídola o entera, obra del pintor pacense Antonio Vaquero Poblador
FOTO 2:  El juego de pídola o entera, obra del pintor pacense Antonio Vaquero Poblador

El fogonazo de un deslumbrante personaje iluminó su mente como un relámpago dándole alas: «¡Sígueme!» Solo él pareció oír la voz del admirado paladín de su historieta predilecta mientras salvaba el foso al asalto del castillo.

Y, en un visto y no visto, afianzó los pies ante la raya sin pisarla, despegó del suelo impulsando el salto con los dos pies, extendió los brazos paralelos y, con las manos y las piernas abiertas, se lanzó en audaz vuelo hasta el burro. Este aguantó la embestida de las zarpas sobre su espalda sin cambolearse, hasta que el lince saltó limpiamente sobre el que permanecía encorvado, sin rozarlo con otra parte del cuerpo; para, al fin, caer de pie en el suelo manteniendo el equilibrio, con la verticalidad recuperada después del salto a la fama.

Tal proeza apuntaló tanto la popularidad del intrépido muchacho que se granjeó la corona de los inmortales. Por ser el más alfayate de todos y el más valiente. Aquel que atraía la atención del resto de jugadores y la admiración de toda la chiquillería; el as que descollaba por encima de todos. Había merecido la pena arriesgarse para no perder el aura, el prestigio. Eso sí, con temple y conocimiento; porque en caso de sobrevalorar su gallardía, la estrella podría haberse estrellado contra el pavimento, apagando su brillo y haciendo añicos su gloria con una dolorosa caída y una amarga derrota. Por chuletilla y fanfarrón.

En este supuesto, tendría que humillarse y agachar el cuaco y la camoya haciendo ahora de burro para que los demás siguieran brincando por encima. El segundo y más precavido haría entonces de madre destronando al primero. Ahora tendría la oportunidad de darle una lección al gallito que alardeaba de cascarle a todos, de vencer a cualquiera en las peleas; precisamente al rival, al que no paraba de desafiar para arrebatarle el puesto de líder y cabecilla de la panda. Para mayor bochorno del hasta ahora campeón.

FOTO 3: El salto del burro tenía muchas modalidades, de las que entera era la más popular y espectacular.

Los restantes jugadores se fueron rajando y pidieron mediatercia... sin exponer demasiado. Si uno de atrás saltaba superando la distancia que había entre la raya y el burro con menos trancallás que el precedente, se ponía por delante de este en el turno de salto. La selección natural ponía a cada cual en su sitio según sus cualidades y destrezas.

Mientras tanto, el pobre burro debía permanecer en su encorvada posición, aguantando los embates por la inercia impulsiva de cada salto, firme y con entereza, sin perder la compostura; pues en caso de arrengarse, era recriminado y censurado por los demás, tachándolo de ser una cascarria que no valía pa na. Por poner en peligro la integridad física de los saltadores. Y ¡ay de él si se enfadaba y abandonaba el juego! porque entonces sería sometido a un severo y humillante castigo: El de recibir, además del desprecio general, una avalancha de esquiliches o puntapiés en el trasero propinados por cada uno de los integrantes del juego. Así, sin contemplaciones ni miramientos.

Eran tiempos de hierro aquellos, de garrotazo y tente tieso. Desde chiquinino, uno comprendía jugando la agridulce realidad de la vida y sus lecciones: Aprender a competir y a saber ganar sin avasallar ni envanecerse, reconociendo que uno solo no era nadie por sí mismo sin la necesaria compañía de los demás; pero también a aceptar la derrota sin desanimarse, a lamberse las heridas en silencio, aguantar el chambuón y aceptar que no se puede sobresalir en todo, a conocer tus límites. A caer y a levantarse sin pucheros ni escorrocios. Y, sobre todo, a sobreponerse hasta que el tiempo y la experiencia enseñara a cada cual a enfocarse en lo que puede lograr según sus aptitudes y su talento. 

Entera era uno de tantos juegos de salto. Había otros para elegir, con nombres tan evocadores como cangraje, mosca-cosca, la mula larga, a la una anda mi mula, salto la papa… Juegos variados que garantizaban diversión, cada uno con sus propias reglas y peculiaridades.

FOTO 4: El salto la papa, un divertido juego de salto que inspiró a Modesto Sánchez, un niño de entonces para esta original escultura.

El salto la papa, por ejemplo, era un juego menos conocido, pero muy divertido y de menor riesgo, aunque también menos competitivo: En este, uno hace de burro poniendo la cabeza entre las piernas de otros dos, que doblan la espalda juntando el trasero, quedando en forma de T como se ve en la curiosa escultura de Modesto Sánchez (foto 4). Mientras tanto otros tres saltan, uno detrás de otro, tirándose de cabeza sobre el burro para dar una vuelta de campana sobre los que están agachados y caer por delante con los pies en el suelo. Si alguno de los que saltan, no completa el salto con limpieza, los tres sustituyen a los que están agachados, que son los que saltan ahora. Para jugar al salto la papa, era preciso que jugaran seis muchachos: tres que saltaban y tres que hacían de burro, alternándose en sus funciones.

En la mula larga, en cambio, no se limitaba el número de participantes. Cuantos más muchachos participaran, más larga era la mula. Esta se alargaba sin límite, ya que no terminaba hasta que los jugadores se cansaban y daban por concluido el juego. Este juego, más conocido y practicado por las generaciones posteriores, se iniciaba con uno que se ponía de burro y los siguientes iban saltando y agachándose a continuación para que saltaran los demás, que a su vez se iban agachando. Cuando todos habían saltado, el primero se levantaba y ahora era el que le tocaba saltar por encima de todos los demás, en una especie de cadena sin fin, a lo largo de un terreno lo suficientemente abierto y espacioso, como la Corredera.

En aquel tiempo,  los niños tenían bien delimitados sus juegos y sus escasos juguetes según su sexo, de la misma forma que los hombres tenían sus ocupaciones y enseres, y las mujeres, las suyas. Así que las niñas tenían sus propios juegos de salto, no tan violentos pero no menos habilidosos. Ellas saltaban a la comba con la soga, también con numerosas variantes y estilos, llevando el compás siempre con preciosos cantilenas y tonadas.

FOTO 5: Las calles del pueblo, todas empedradas en aquel tiempo, eran el escenario perfecto de los juegos de antaño.

Los muchachos también tenían sus retahílas, que repetían con los mismos gestos y palabras añadidas a medida que brincaban en otro entretenido y ocurrente juego. (De aquí que tenga tantas versiones según cada lugar):

A la una anda la mula;
A las dos el reloj, ring ring;
A las tres la almirez una dos y tres… (palmadas);
Al as cuatro el gran salto;
A las cinco el lino brinco, con la cuchará, échate p’allá, arroz, azote, zurrimicle (pellizcón) y culá;
A las seis, etc.
A las trece amanece con cada lagaña que parecen castañas y nueces;
A las catorce suenan tres voces: culoroto, tu hermano y el otro;
A las quince las perdices (se lanza un objeto con la cabeza al saltar y después tiene que recogerlo cada uno de bruces con la boca).

Estos son algunos juegos que recordarán especialmente todos los coritos que cargan ya con tres cuartos de siglo a sus espaldas dondequiera que se encuentren. Aquellos que formaban parte de las piaras de zagales que, cuando les daban larga de la escuela de dictado y caligrafía, llenaban las calles y plazas del Cabezo a mediados del siglo pasado. La Corredera era también el patio de recreo. Uno de ellos, Amador Ladera, emplearía el término de entera referido a este juego en un soneto que evoca su niñez en aquel tiempo en nuestro pueblo:

Memorizar en clase la lección;
y repetir, con tedio, cada día,
siempre, con sutil caligrafía,
la copia de un dictado o una oración.

Hacer la primera comunión,
sin saber, de verdad, lo que se hacía;
solamente festejar con alegría
el estreno de un nuevo pantalón.

Juntarse todos en la Corredera
y, tendidos, pintarse pies y manos
sobre el cemento en que se juega a entera.

Y esperar las siestas del verano
para escapar de la casa solariega,
y jugar a los huesos en la cal Cano.

Los güesos, las tabas, los bolindres, los cartones, el aro, el repión, la comba, la baya, entera, el marro, el salto la papa, la botella borracha, la gata paría… Juegos sencillos, elementales y al alcance de todos; heredados de nuestros antepasados por medio de incontables generaciones, ya que su origen se pierde en la noche de los tiempos. Pero la invasión de los coches, el éxodo rural y, sobre todo, la ventolera de la televisión con el fútbol, primero, y el vendaval de la artificiosa modernidad con su tecnología, después, los han barrido de un plumazo. Los juegos en la calle con sus misteriosas palabras (angóstola, tocaté...), ya son recuerdos de antaño nada más. Monsergas de viejos que, más pronto que tarde, se habrán esfumado para siempre; cosas de unos tiempos tan atrasados y antiguos que para jugar y divertirse, no era menester aislarse con costosos archiperres que apenas requieren mover un dedo. 

Juan-José Becerra Ladera

FOTO 6: Cierra los ojos y retrocede al pasado; ábrelos y contempla el pueblo sin coches en aquel tiempo

AGRADECIMIENTOS: Con nuestra gratitud a todos los que han colaborado generosamente con su valiosa aportación: A Amador Ladera, por permitirme incluir su poema "Infancia"; a Modesto Sánchez, por facilitar que reproduzca su escultura del salto la papa; a Justa Tejada, por autorizarme a incluir la foto antigua de la Corredera en su posesión; a Archivos Estatales, por la foto de las niñas jugando a la comba. También quiero agradecer al Ayuntamiento de Feria por la publicación de este artículo en esta revista de festejos, así como a los lectores por la paciencia de leer este manojo de palabras completamente subjetivo y parcial por haber brotado del corazón. Muchas gracias y felices fiestas de San Bartolo. JJBL
――――――

NOTA: El significado de las palabras destacadas en negrita se pueden consultar en https://diccionariocorito.wordpress.com/


FOTO 5: Juego de niños, pintura al oleo de Brueghel el Viejo en el que aparecen muchos juegos de los juegos de siempre.
FOTO 7: Juegos de niños es una pintura al óleo sobre tabla realizada por el artista del renacimiento flamenco Pieter Brueghel el Viejo, realizada en el año 1560.​ En el se pueden ver muchos de los juegos infantiles tradicionales.

Portada de la revista de festejos patronales en honor de San Bartolomé (Feria, Agosto 2024) en la que fue publicado este artículo de "En aquel tiempo... (Recuerdos de antaño)".



29.8.24

Pola ca los Mártires


POLA CA LOS MÁRTIRES


La veían pasar tolas tardes

pola ca los Mártires,

camino la ermita

onde vive la su «Virgencita»,

una vigen que llaman de Consolación,

buscando el consuelo del su corazón.

La veían pasar pola calle

arrengá baj’un peso tan grande,

que pahe que lleva la probecina

la torre y el castillo encima.

Y al pasar, tolas puertas se cierran:

“¡Las penas, del lumbrá pa fuera;

que si en casa se meten,

ya no hay quien las eche!”.

Eso dice la gente

desque ve pasar

a la viva imagen de la Soledá.

 

Namás q’una puerta

permanece abierta,

la d’aquella ermita

onde vive la su «Virgencita»,

una vigen que llaman de Consolación

porqu’es el consuelo y es Madre d’Amor.

Una madre que siempre la espera

paque vaya y le cuente las penas:

“El hombre sigue en el paro

que no es quien pa encontrar trabajo,

y hora el mi niño

sa puesto malino,

que las desgracias nunca vienen solas

pos pahen llamase unas a otras.

Y yo, anque no doy abado,

pa dijustos no gano.

Que ni me fían ya en el comercio

porque dicen qu’es mucho lo que les debo…”

Y asina va repasando

las cuentas del su rosario.

Hasta qu’al final va y le dice

la vigen al despedise:

“Vaite tranquila, mujer, y ten pacencia,

vas a vé como to s’arregla;

y no te s’orvíe besar al tu hijo

que ese beso lleva tol cariño mío”.

 

Hoy viene la vigen a ver al su pueblo

y tolos vecinos  salen  al encuentro.

Tamié acude a vela

la mujer aquella,

que veían pasar tolas tardes

pola ca los Mártires…

Anque ya no pahe la mesma,

pos de la su casa huyeron las penas

y es la cara un espejo

de la dicha qu’alaga el su pecho.

Flotando en el aire com’una pavesa

—asina se siente, asín de ligera—

va con el marío, qu’encontró trabajo,

y un niño en los brazos,

más sano q’un pero

y tan guapo que da gusto velo.

Y al ver a la vigen, el chiquino le manda

un beso que vuela y s’aposa en la su mesma cara.

Un besino qu’a ella la gustao

más que tolos abalorios que rebrillan tanto.

Como brillan dos lágrimas de gozo

de aquella mujer en los ojos,

mientras dice con el corazón:

“Gracias, Gloriosa Siñora de Consolación”.

 

 J.J. BECERRA


11.7.24

La Proseción


LA  PROSECIÓN

*

Ponte ya, María,

el babero nuevo

que vamos a dir

p’arriba pal pueblo.

 

Repican campanas,

estrumpen cohetes

y toa la plaza

s’enllena de gente.

Los hombres se ponen

en carrefilera

pos ya va saliendo

la cruz de la iglesia.

Las mujeres cantan

coplinas mu tiernas,

coplas qu’aprendieron

de las sus agüelas.

 

Pola ca la Plaza

ya van ahilando

una detrás d’otra

las cruces de mayo.

 

Que no es pa contalo,

qu’esto ties que velo;

asín qu’hora mesmo

cogemos el pendingue

y no vamos pal pueblo.

 

Van a lo primero

las chiquinininas,

aluego las grandes;

y al final de to

la cruz más bonita

y más presumía,

pos tengo pa mí

que los forasteros

le tienen envidia.

Y no es para menos

qu’hasta el mesmo sol

se quea clisao

al vela pasar

entre los hermanos.

 

En dispués le siguen

las hartoriades

y los señoritos,

tos mu abotonaos

y «todosss» mu pinchos

con sus trajes nuevos

y sus crucifijos.

 

Asín qu’espabila,

que ya te lo he dicho:

Qu’esto no es pa velo

sino pa vivilo.

 

Y endilga’l zagal

qu’hoy nos vamos tos

p’arriba pal pueblo,

a la proseción.

Y va se mester

que l’hagas hermano,

hermano la cruz,

a este muchacho,

qu’el que no lo es

o no es buen corito,

o no es buen cristiano.

 

Qu’anque tú de Feria

no tengas ni un bago,

yo a m’hijo lo quiero,

queátelo grabao:

CORITO y HERMANO.

*

JUAN JOSÉ BECERRA LADERA

18.6.24

La primera vuelta al mundo


«¿Cuál es el pueblo que está más lejos del mundo?»; pregunté aquella noche, sentao a la camilla al calor del brasero, mientras intentaba recomponer el mapa con un rompecabezas de cubos de cartón conseguío con los vales de la dotrina.

Mi padre dejó de picar las migas pal almuerzo del día siguiente, se arrascó la cabeza y, con los ojos aguzaos enfocando el infinito, trató de rebuscar la solución en algún recoveco de su cerebro. Pero como esta se le resistía, cogió la tapa de la caja y, después de observar a la luz del quinqué el mapa de América allí pintao, acertó a descifrar un nombre que le resultaba familiar: CUBA.

«¡Ese es el pueblo más lejano!», respondió con resolución. «Velahí onde está: Cuba. Allí estuvo tu agüelo a pique de dejarse el pellejo cuando se armó la zapatiesta y perdimos los barcos además de la honra. Y según relataba al cabo del tiempo, aquello estaba en el fin del mundo». Y agregó, endosándome un enigma aún más inquietante: «Menos mal que se salvó por los pelos; si no, ni tú ni yo estaríamos aquí». Pues era incapaz de comprender qué demontre tenía yo que ver con la guerra de Cuba.

* * *

Para mí, sin embargo, el mundo estaba confinado en el territorio que se dominaba desde la zotea de mi casa o, a lo sumo, desde el castillo. Sí, allí estaba, tendido a mis pies, en toa su amplitud y a vista de pájaro; jalonado por lejanos poblachones como Solana, Aceuchal, Almendralejo o Villafranca. Y Zafra, donde más lejos había estao. Más allá, el resto del mundo, inexplorao e incierto, apenas imaginao. Y si existía, para el caso, daba lo mismo, porque posiblemente nunca llegaría a descubrirlo. Aunque lo más seguro es que fuera de mentirijina y perteneciera al reino de la fantasía, como podía serlo el País de las Maravillas, la Tierra de Jauja o el Paraíso Terrenal. También la Cuba esa. Es cierto que, muy de tarde en tarde, se divisaba algún vehículo atravesando aquel paraje por la carretera general, como aquellas estrellas fugaces que en verano cruzaban velozmente el cielo, desapareciendo en el inte, sin saber de dónde venían ni a dónde iban. Y si el firmamento era el mismo desde dondequiera que se mirase, ¿por qué no iba a ser toa la Tierra esta parcela de tierra que se extendía ante mis ojos?

Por tanto, aquello era no solo el mundo entero, sino todo el universo: El sol que sale por La Fuente y el sombrero del tío Noriega cuando asoma por La Herrera anunciando el temporal, Sierra Vieja y El Llano, el día y al noche, la torre y el castillo, el nío de cigüeñas y el camino la zorra, el molino de abajo y los portales de arriba, la escuela de siñá Justa y el carro los helaos de siñó José Leva, los tostaos de la tía Juliana y el calostro de las vacas del tío Canelo, Perrunilla con la faca y el doblao de la agüela pa esconderme, cuando pasaba por la callejina con el saco al hombro donde metía a los chiquinos que degollaba…

Con los confines nos comunicaba (o nos aislaba, según se mire) una pista de tierra tan tortuosa y empiná como las gras del campanario y por donde, de vez en cuando, se adentraba algún viandante: Tomás el de la pimienta, el ajero de Aceuchal con las ristres al hombro, el arriero de Salvatierra con los cántaros y barriles, el afilaó con su inconfundible melodía y su rueda chispeante, el tierrablanquero, el costalero

Y el tío de los hierros viejos. Este era el más esperao por la chiquillería: Llegaba con dos o tres sacos llenos de algarrobas y se marchaba con el serón cargao de «hierros viejos». A cambio de una ambozá de las tersas y sabrosas vainas acastañadas, le entregábamos nuestro tesoro consistente en un cacho de escardillo romo por el uso y unas estrébedes cojitrancas, un cerrojo y una fechaúra fuera de servicio, la reja jubilada del arao y un diente mellao de una máquina de maquinar, dos o tres clavos herrumbrosos y algunos callos gastaos que los burros había perdío por esos caminos de herraúra; entre otras alhajas pieza a pieza acumuladas. To se aprovechaba; na se desperdiciaba.

De este modo, íbamos sobreviviendo a la dita «con una economía de subsistencia y autoconsumo», como decía Amadó, que era mu letrao; «con ayuda del trueque como monea de cambio». Eso debía ser también lo que yo hacía cuando le cambié a Matamoros los bolindres de grea que le gané jugando al gua por un pizarrín de manteca. O cuando, al oír a la tía Juliana pregonando: «¡Cambiooh crúo!», salía con la lata, de esas de conserva a las que Quico el latero les pegaba el asa, y se la entregaba colmá de garbanzos. Ella me la devolvía con los tostaos, pero menos de raída. Cosa que me mosqueaba mucho, porque me quedaba con la impresión de que me timaba.

Aquella carretera propiamente dicha, tan rehollá por el trasiego de bestias y ganao como poco transitá por el tráfico rodao; a no ser por algún carro mula o la carreta con los bueyes de Casquete. Y a la sazón, también por un renqueante coche de línea arrastrando una polvarea; o por un quejumbroso camión, que se desgañitaba en la Romera bregando penosamente por remontar la cuesta. Era el camión de Lirón, acarreando las escasas mercancías importadas por los comercios del pueblo. Esa era la ocasión esperá por los muchachos, agazapaos en la cuneta, para engancharnos en la trasera; aunque alguno lo pagara con una chifarrá o se dejara los dientes y hasta alguna oreja en el intento. A veces, algún intrépido paladín se lanzaba al abordaje y, encaramándose en el cajón, arrojaba a la calzada, cual bandido generoso, una caja de galletas María, a la que nos abalanzábamos los demás, apostados a la espera del botín, para dar buena cuenta de la presa.

El mismo camión y la misma carretera por donde desapareció el Charquín con sus escasas pertenencias camino de esos regueríos. Y fue como si se lo tragara la tierra, porque ya no regresó ni vivo ni muerto. Lo cual confirmaba mis sospechas sobre lo temerario de aventurarse en ese fabuloso más allá:

«Nos vamos a un pueblo nuevo, sin estrenar; cerca de un río veinte veces más ancho que la Corredera (Dice mi padre que a su lao la Rivera es una meá de gato)», comentaba poco antes de alzar el vuelo. «Allí los campos dan tomates y pimientos pa caé malo sin esperar que el agua caiga del cielo. La casa te la dan de balde; también te regalan una vaca lechera, y hasta una yegua; y…» No paraba de contar.

Yo lo escuchaba con algo de envidia pues, tal como lo pintaba, aquello suponía el retorno al paraíso perdido. Y ya lo imaginaba paseando en una jaca a la orilla de un río caudaloso, nadando en la abundancia. En cambio, yo me tendría que aguantar y quedarme aquí. Y es que mi padre estaba más arraigao en el terruño que las argatunas. Y no había quien lo arrancara del Cabezo, porque «más vale lo malo conocío que lo bueno por conocer».

«¿Qué te pasa?», me preguntó mi madre por aquellos días al encontrarme más pensativo y amilanao que de costumbre, mirando el horizonte.

«Que se va…»

«Dios los cría y ellos se juntan», sentenció ella cuando acabé de referirle lo del Charquín. «Pos si se va, que se vaya… ¡y cuánto antes, mejor! No habrá en el pueblo otros muchachos pa juntarse mejores que ese méndigo».

«Pos es bien bueno…»

«Sí, de los Buenos de Villalba. Como tú».

Mendingante o no; a buen seguro era más alfayate que naide cazando pájaros con losas o pescando ranas en las charcas con una caña y una cuerda en la que ataba un grillo o un angosto. Más respeluco daba viéndolo cazar lagartos: Hubo días en que, acorralao por los guardas y empujao por la gazuza, metió el deo en la cueva y, dejando que se lo mordiera, dio un tirón con el bicho recolgando. A continuación, encendíamos una candela pa asarlo y nos los comíamos en menos que canta un gallo. Por eso yo lo apreciaba y hacía buena gavilla con él. Y no quería que se fuera del pueblo porque, aunque era probe, lo poco que tenía era de tos.

No como Juanito Buzo, que era el único que tenía un triciclo pero no se lo emprestaba a nadie; y menos a un arrapiezo como yo, que siempre andaba hecho un farragua. También tenía una peseta: Tolas tardes sacaba la monea del bolsillo y nos proponía una carrera. «El que gane se la lleva», aseguraba mostrándonos la rubia mientras la mirábamos con los ojos haciendo chiribitas. Para nosotros, que nunca tuvimos una peseta ni rubia ni morena en la faldiquera, aquello era un reto que no podíamos dejar escapar. Y echábamos las asaúras pa llegar el primero. Y asín, una tarde tras otra…

«¡No vale, que tú saliste antes de tiempo!», le decía al que llegaba primero. Y, como siempre encontraba una disculpa pa no soltar el trofeo prometido, se la volvía a guardar hasta la próxima ocasión. Por el santo que sea, nunca conseguimos que  pasara del su bolsillo al de alguno de nosotros.

Ni como Juaquinito, el hijo del maestro, que nos cobraba la entrada si queríamos ver la película en un cine de juguete que le cayeron los Reyes, en el que los muñecos corrían palante y patrás según le diera a la manivela.

Eran lo niños ricos. Como eran limpios, guapos y buenos, los reyes magos les caían a ellos los juguetes más caros. También se distinguían porque tenían papá y mamá; pero especialmente por sus nombres: Juanito, Juaquinito, Angelito, Isabelita, Encarnita o Dolorita. Mientras que los demás éramos conocíos como el Mocho, el Chobo, el Cojo, el Sucio, el Pelón, el Pinta… y el Pintao.

Yo también tenía juguetes, pero no costaban na; aunque pa mí valían mucho más que el triciclo o el cinenín ese: güesos, cartones, el aro, la bilarda, el tirador… y un platillo.

Además tenía un pizarrín de manteca, con el cual me entretenía aquella tarde, trazando un circuito en el suelo. Con sus etapas correspondientes de trecho en trecho señaladas: La Parra, Villalba, Almendralejo, Los Santos… Precisamente los siete u ocho pueblos esparcíos por el contorno que me rodeaba. El mundo entero, ya te digo, con el Mirrio descollando como pico culminante y surcao por el bajial de la Rivera, que salvaba la carretera de La Fuente por el puente los Diesojos. Sin faltar detalle: Allí estaban la albuhera, el cortijo don Ángel, el Cubo la Canal, la cuesta la Romera… Los güesos (de albarillos, ciruelas y cerezas) eran los coches y carruajes; una caja de cerillos, un camión… Tos los cacharros rodante que existían por entonces y que se podían contar con los deos de una mano.

Y allí estaba yo, en el ombrigo del mundo: Justo donde se cruzan los caminos que llevan a los cuatro puntales de la Tierra. Dominando el panorama con la amplitud de miras del ser superior que habita en las alturas frente al patán del llano, que apenas ve más allá de sus narices.

Las cigüeñas ya habían acabao de hacer el gazpacho, y el reloj de la torre dio las cinco. Al poco tiempo, el sosiego de la tarde fue quebrado por el retumbante traqueteo de un carro rebotando con las ruedas de hierro en el empedrao de la calle: Se trataba del carro de los helao arrastrao por el propio José Leva, que hacía de mula enganchao a los varales. Y esta era la señal que marcaba el final de la siesta. Como to los domingos, la Corredera se iba convirtiendo en un enjambre bullicioso de zagales, que acudían por las esquinas dispuestos a jugarse las cuatro perras en los guas del atrio, y a gastarse las ganancias en las lambucerías (alvellanas, chochos, papas fritas, estrato, confites, cigarros de chocolate, cohetes…) que ofrecía el puesto de Fefa la Pelona. Algunos nos contentaríamos con devorarlas con ojos golositos mientras nos espantaba como a moscas para abrir paso a Juanito y a Juanita.

* * *

Pero yo, esta tarde de verano, estaba enfrascao en otra ocupación más trascendente. Allí seguía, en la zotea, guiando aquel platillo por los senderos de la vida recién estrenada, con el destino en mis manos y toda la eternidad por delante… Jugando a crear el mundo y manejarlo a mi antojo como un dios caprichoso y prepotente. Por más que mi madre, viéndome en tal trance, dijera con menos imaginación: «Cuando el diablo no tiene na que hacer, mata moscas con el rabo».

Poco a poco, fui desplazando el tapón a través de la pista de bordes blancos con el toque mágico de la uña del corazón impulsada por el pulgar. Sorteando los peligros, mientras avanzaba a capirotazo limpio, bombón tras bombón, a lo largo del trayecto: En el Subibaja, no me estrellé con el coche de Juan el Chofe de milagro; en los Antiscales, enfilando Santa Marta, los civiles me pusieron una multa por correr más de la cuenta y me retuvieron durante cinco interminables minutos. En el Cuarto el Monte atajé al Pajarote, que venía como un amoto y, en el Horno Zapata, al camión de Lirón, que venía a paso de tortuga. Tras algunos percances más (como cuando me salí de la carretera, ya rebasao el pozo de beber, y fui a parar a la Romera, donde estuve esperando que el camión lograra gatear la dichosa cuesta) conseguí por fin completar el recorrío. Y culminar la hazaña: Había dao la vuelta al mundo; la primera vuelta al mundo con un platillo.

28.5.24

La feria de San Miguel

 

Desde que la Princesa parió al burranco, no tuve otro juguete que Cigüeño; pues ése era su nombre de pila. Aunque decir juguete, es bien poco ya que pronto se convirtió en mi mejor amigo. Y también me quedo corto porque, más que amigo, era como de la familia. Tanto lo llegué a querer que untavía, al cabo del tiempo…

«¡Cigüeño, cigüeñino!» Y el borriquillo, na más verme, se acercaba trotando, retozón; haciendo cabriolas y dando corvetas como un chivino, más contento que una sonajera. ¡Era generoso y castizo como él solo!

Del nombre tuvo la culpa mi hermano, que al verlo na más nacer dijo, no sé si por las patas o por el pelaje: «Anda, parece una cigüeña» Y con Cigüeño se quedó.

Pero fui yo el que me encargué de cuidarlo y de criarlo tan pronto como dejó de mamar. Mientras mi padre se ocupaba de la burra y de los mulos, yo cogía el cuartillo de las gras del doblao y lo llenaba en la troje del revuelto; después iba a la cuadra y le echaba el pienso en el pesebre chico junto con la paja que recogía en el pajar con un esportón. Algunas veces, me montaba en el burrino de un brinco y él se dejaba llevar sin hacer movimientos extraños para que no me cayera. Y así fuimos creciendo juntos y haciéndonos el uno al otro, sin que se distinguiera quién estaba más encebicao con quién. Y es que no podíamos pasar el uno sin el otro. Otras veces le llevaba a escondiíllas una sandía, que le gustaba mucho: «Anda, cómetela; pero no se lo digas a naide».

Por la tarde, en cuanto me barruntaba llegar de la escuela, empezaba a roznar; y yo me iba con él al cortinal donde lo dejaba a plao, suelto y campeando a sus anchas. Si era preciso, le pasaba la rasqueta pa limpiarlo o lo llevaba a esquilar. Y no hacía falta que le pusiera el acial ni la manea de tan noble y dócil que era. Y si iba con la Princesa a por el forraje o a llenar los cántaros en el pilar de Arriba, él me seguía a to las partes.

En el pueblo to el mundo lo conocía, especialmente los muchachinos, que al verlo pasar, lo llamaban; y él se iba encantao a rehollar con ellos. Muchos días nos íbamos con él a por grillos o a bañarnos en las albercas si era verano, y al rebusco de la acitunas o a comernos la burrica si era invierno. Y volvíamos a casa jugueteando y haciendo piruetas con Cigüeño. Era como uno más de la pandilla: Si había que jugar a entera, él hacía de burro y los demás saltábamos por encima; y si jugábamos a coger, se ponía a corretear como uno más de nosotros. Cuando echábamos una carrera, siempre llegaba el primero y no había quien le ganara. Y nunca se mosqueaba. Al contrario: si nos veía contentos, se alegraba; y si nos veía triste, se apenaba. Y si nos peleábamos, nos miraba con cara de pocos amigos como reprochándonos: «Pero mira que sois burros».

* * *

Aquel año mi padre me llevó, como otras veces, a la feria san Miguel. Me levanté mu temprano. Mucho antes de que los gallos cantaran llamando al nuevo día. ¡Cuánto había deseado que llegara este momento! Mientras aparejábamos las bestias, el corazón parecía que me se iba a salir por la boca. Por fin emprendimos la marcha. Como Cigüeño ya podía conmigo, yo iba montao en él, en pelo y con los pies descalzo; pero más pincho que un zagal con zapatos nuevos. Mi hermano, como era mayor, iba delante montao en la Princesa, que ya se sabía el camino mejor que Brito, el coche de línea. Mi padre iba detrás dejándose ir con los mulos.

En el pilar Manceñía, nos paramos pa que abrevaran las bestias. Y yo iba grabando en mi memoria hasta el más insignificante de los detalles mientras pasamos por el güerto las Guindas, el Carretero, los Albolagares, la Rivera, la Hesa Zafra y Cantalgallo.

«Vas a ver»; le iba explicando a Cigüeño to entusiasmao: «Iremos a ver los caballitos y nos montaremos en las cunitas… Tú, como nunca saliste del pueblo, no has visto nunca el tren, ni siquiera la luz eléctrica. Hay tantas luces y rebrillan tanto que por la noche apenas se ven las estrellas. Y no los candiles con los que nos alumbramos en casa. Y hay un circo con payasos que dan mucha risa, domadores de leones que dan mucho miedo y unos bicharracos tamaños como el castillo que se llaman elefantes. También hay muchos mercachifles y sacaperras pregonando golosinas, juguetes y archiperres de to las clases: bolindres, repiones, bastones de dulces y hasta turrón. ¡Cómo nos vamos a poner! Y la tómbola: ¡Siempre toca: si no un pito, una pelota!»

«A ti, Cigüeño, te voy a comprar una jáquima: la más bonita que haiga. Aunque tenga que robar pa comprártela. Vas a ser la admiración de la feria, Cigüeñete. Seguro que más de una burranca te se queda mirando mascando más yerba que la burra Alfaro. Pero tú no empieces a roznar como un borrucho cualquiera, garañón; que te conozco. Date importancia. Tú, con la cabeza bien alta, más airoso que la Puerta el Perdón. Porque tú vales mucho y no te vas a ir detrás de la primera pollina caliente que solicite tus servicios. Y allí tendrás donde elegir… Ya verás como impresionas. Y yo, yo me sentiré orgulloso de ser tu amo».

«Y ándate con mucho ojo, no te vayas a perder como me pasó a mí un año cuando era más chiquinino: Pos que me fui detrás de un cíngaro que llevaba un oso que bailaba al compás del pandero. Tuvieron que estar mucho tiempo buscándome porque me encontraron, con más hambre que los pavos de Bote, lambiendo la cristalera de una pastelería».

 

* * *

Llevaríamos unas tres leguas interminables de camino cuando, a lo lejos, ya se divisaba la torre de la iglesia de Zafra perfilándose en el horizonte sobre la tenue línea de la primera luz del alba.

Cuando llegamos, el rodeo era ya un hervidero de ganao y de gente que se afanaba poniendo el hato donde se terciaba. Así que nosotros pusimos el nuestro donde mejor nos pareció, con la jerga donde pasaríamos la noche. Merchanes, chalanes, arrieros, recueros y otros tratantes… iban acudiendo mientras el sol asomaba la gaita desperezándose como un gato. Entretanto, los más madrugaores echaban un vistazo a la concurrencia de muletos, jamelgos y jumentos que se iban congregando.

De vez en cuando, un potro ligero de cascos se desbocaba y había que domeñar y meter en verea al ganao que se alborotaba. Yo ayudaba a mi padre, como un feriante más, a ponerle el morral a la burra sin perder de vista al Cigüeño que, algo atorrullao, no salía de su asombro ante el ajetreo de traficantes y recuas de animales que iban y venían.

Un gitano que lo vio, se acercó y acariciándole la testuz se lo procuró a mi padre, y que cuánto quería por él. Yo pegué un bote y, abrazándome al pescuezo del borrico, le solté despectivo que no estaba en venta. Y que no tenía dinero pa comprarlo ni aunque tuviera to el oro del mundo. Entonces mi padre hizo un ademán de resignación y el gitano se alejó echando pestes. Y es que to el que pasaba por allí, se quedaba mirándolo mientras pronunciaba algunas palabras entre signos de admiración.

«Ya te lo dije», le susurraba yo al oído, «¿No te das cuenta cómo se le cae la baba a la gente alabando tu instinto y tu talento? Por eso te quieren comprar. Pero no me mires con esos ojos suplicantes que parecen dos pozos llenos de negros presagios en los que me da vértigo asomarme. No te preocupes, que yo no pienso deshacerme de ti ni aunque me den Zafra entera con tos los churretines. Y tú prométeme que nunca vas a separarte de mí. ¿Trato hecho?»

Y el mu zalamero, ya más tranquilo, se arrimaba hasta rozarse conmigo y, haciendo cirigoncias, me daba a entender con la cabeza que sí, que me lo prometía porque no concebía la vida lejos de mí. Y es que aquel animalito tenía más conocimiento que muchas personas que yo conozco.

* * *

Pero, pa ganarse el mendrugo de pan, hay que trabajar antes; y, como el sol ya empezaba a picar, mi padre me mandó con el barril a sacar algunas perras. Conque cogí el de Salvatierra y fui a llenarlo de agua a un pilar mu grande que estaba bastante lejos del rodeo. Entonces me puse a vociferar a pleno pulmón:

«¡A gorda el hartón de agua!»

No tardaron en caer las primeras moneas.

En uno de los viajes al pilar, Me pasé por un puesto en el que vendían arreos y aperos de labranzas: albardillas, anterrollos, biergos, cribas, hocinos, campanillos… y jáquimas. Había una que na más verla me dije: «Esa, pal Cigüeño». Era la jáquima más bonita de toas: En el frontil tenía dos cucardas o escarapelas con cintas de adorno a cada lado, la testera tenía un quitapón de lana de colores con borlas, un rosetón que caía sobre la frente y un mosquero; las quijeras y la hociquera estaban primorosamente bordás y unas vistosas antojeras…, con una ringlera de cascabeles en las barbás.

«¡Es preciosa! Anda que no iba a presumir na el mu papelón». Después, ya le encargaría al albardero una albarda que estuviera a la altura de la jáquima. Pero debía valer una fortuna. Y no iba a vender el burro pa comprársela como aquel que vendió el guarro pa comprar el dornajo. Porque yo era pobre, pero no tonto. Así que, seguí trajinado con el agua.

Al paso que el día avanzaba, el sol se dejaba caer con más fuerza. «Aprieta, Lorenzo», le animaba aunque yo estaba sudando a caños; «No me seas maricón y arremete con cojones. Abrásales hasta el mondongo con tal de que no paren de refrescarse el gañote»

Menos mal que el veranillo de los membrillos se presentó aquel año a su debío tiempo aliándose conmigo. «Al verano no se lo comen los lobos», solía sentenciar mi padre para rubricar a continuación: «y al ivierno, tampoco». Pero eso era el verano y el ivierno, que eran unos caballeros muy cumplidores y cabales. El veranillo de san Miguel, en cambio, era un zascandil informal y algo chirimbaina del que no podía fiarse uno; y a lo mejor le daba por escurrir el bulto en lugar de presentarse y dar el callo cuando era su obligación. Pero esta vez, supo comportarse y estar a la altura de las circunstancias.

«Tiene que ser mu cara, ¿cuánto costará? Lo contento que se iba a poner el mi burranquino cuando me viera llegar con ella. ¡Y cómo luciría en su cabezota! Cuando llegara al pueblo, to la gente se iba a quedar clisao y con la boca abierta al verme pasar con él»

Conté las perras que había cosechao hasta el momento, pero la jáquima debía valer mucho más. Allí estaba. ¡Y que no era bonita ni na! «¿Cuánto cuesta?» Me atreví a preguntarle al tío gordo que las vendía. «Cinco duros», respondió mirándome de arriba a abajo con una sonrisa desdeñosa como diciendo: «¿De dónde vas a sacar tú tanto dinero, so pelagatos?» «Eso mismo me pregunto yo», musité con una cara de pena que al tío le debió llegar al alma (si es que la tenía), «que de dónde voy a sacar tanto dinero». Pero no estaba dispuesto a rendirme así como así y, sacando fuerzas de flaqueza, seguí acarreando hecho un azacán:

«¡A gorda el hartón de agua!»

Ya había perdío la cuenta de los viajes que había dao. Si no me pasé ochenta veces por el pilar y, de paso, por el puesto de los aparejos, no me pasé ninguna. Estaba reventao pero no me derrumbé. Más que na, pensando en el mi Cigüeño. La verdad era que la bolsa iba engordando. «El negocio va viento en popa, pero cinco duros son muchas gordas». Fui a cambiarlas y volví a contar el dinero.

Miré pa arriba y, como el sol ya empezaba a declinar, yo intentaba darme ánimos: «Ya falta menos». Hasta que por fin reuní la cantidad necesaria. Entonces fui a recoger la jáquima y, aunque los pies me dolían y hasta sangraban, salí como una salación hacia donde teníamos el hato. Allí estaría esperándome, impaciente, el Cigüeño. Ya me imaginaba montao a su grupa, sobre las alforjas nuevas y con la jáquima que acababa de comprar; presentándome en el pueblo con más garbo que si cabalgara un purasangre. Es verdad que no me podría montar en los cacharritos, y menos ir al circo; ni llevarle las garrapiñas a mi madre; o los dátiles, que tanto le gustaban, a la agüela; ni comprarme el repión… Pero el Cigüeñino se lo merecía y por él estaba bien dispuesto a lo que fuera.

Iba galgueando y con la lengua fuera. To cefrao y al borde de la extenuación. Pero no me importaba porque por dentro me sentía ligero y radiante como una centella. Y la criatura más satisfecha sobre la faz de la Tierra: La felicidad corriendo con los pies descalzos y maltrechos, con un barril en una mano y una jáquima en la otra, jaleada por el tintineo de unos cascabeles…

* * *

Recuerdo, eso sí, la cara de mi hermano, que me salió al encuentro: «¡Ha vendío al burranco!», dijo con la voz oscura y profunda como saliendo del fondo de una cueva, pues él sabía de sobra la tormenta que se avecinaba. «¿Que qué?». «Que papa ha vendío al Cigüeño. Le ofrecieron tanto dinero que no tuvo más remedio que…»

Pero a partir de aquí, ya no puedo -ni quiero- acordarme de na. Sólo sé que me contaron, algún tiempo después, que salí de estrampía gritando su nombre como un loco. Que unos mulos se espantaron y ábate me matan; que me recogieron del suelo casi sin sentío y me llevaron de vuelta a casa. Y que temieron por mi vida. Y que me pasaba las noches llamándolo hasta que me quedaba rendío sollozando: «¡Cigüeño, Cigüeñino! ¿Pero dónde te habrás metío? Cuando te coja, julandrón, te vas a enterar».