Está ahí, en el cenicero reciclado ahora en vaciadero y contenedor de bagatelas. Junto a la llave y la moneda. No sé por qué atrajo mi atención ni cómo habrá llegado hasta aquí. Pero parece haberse escapado del bolsillo del niño que me mira desde la vieja fotografía escolar que cuelga en la pared. Lo cierto es que, al fijar los ojos en ella, la bolina me cautivó como una gran bola de cristal en la que puedo divisar los niños de antaño jugando en la Corredera: Las niñas giran al coro o saltan la comba al ritmo de cadenciosos romances, mientras los muchachos se persiguen o brincan jugando al marro o a entera; en un pueblo bullicioso, rebosante de vida y con afán de futuro. Y ahí está también el niño que fui, el mismo zagal de la foto mirándome desde el fondo de mi infancia…
Pero sólo es una canica
de gua. No vale nada.
Anda que no. Por lo
menos vale una perra gorda, no te creas. A lo mejor la cambié por un güeso de
albarillo, por un pizarrín de manteca o por dos cohetes de esos que
chisporrotean tras refregarlos por el suelo. Vete tú a saber… Quizá, por un
vale de la dotrina.
Aquellos vales de la
doctrina. Asistiendo a ella, uno podía aprender a ser buen cristiano y así
ganar el cielo. Pero, por si este premio pudiera parecer lejano y difuso, había
la posibilidad de una recompensa más palpable y urgente: Normalmente unos
calcetines, una bufanda o un jersey. Según la cantidad de vales acumulados. Los
más desahogados económicamente hasta se podían permitir el lujo de canjearlos
por juguetes.
Nuestros juguetes… Por
lo común eran objetos de desecho: huesos, cartones, chapas, tabas, cuerdas,
botes, latas…, o simplemente un tejo o cascajo para jugar a boche o a la
rayuela.
En un pueblo sin agua
corriente ni luz eléctrica, sin radio ni televisión, sin apenas coches ni
carreteras… Ni tan siquiera cine, que ya nos cogió rapagones cuando llegó al
pueblo. Nosotros no éramos meros espectadores de aventuras y juegos divertidos,
sino los creadores de nuestros juguetes y los protagonistas de nuestras
diversiones. Tal derroche de imaginación nos convertiría más tarde en una
generación de ilusos que, en la década prodigiosa, hasta imaginó cambiar el
mundo y darle la vuelta como a un calcetín, mediante una revolución ganada sin
armas ni violencia sino con flores y canciones. Tampoco necesitábamos
videojuegos ni un ordenador para jugar a matar marcianitos. Ni maldita la falta
que nos hacía.
Teníamos cachivaches
mucho menos caros pero bastante más valiosos como la bilarda, el repión,
el aro… Lo más importante lo ponía nuestra imaginación: Una caña era un brioso
corcel, una cuerda atada por sus cabos era un autobús con el que recorríamos el
pueblo; un taco de madera o una pelota de trapos se convertían, respectivamente
en un coche o un balón de reglamento.
Juegos y juguetes que
se sucedían unos a otros con el paso de las estaciones, las faenas agrícolas o
las celebraciones festivas: los grillos, el pajar, los campanillos, las
juncias… Por la feria de san Miguel, todos aparecíamos con nuestro repión en
ristre, dispuestos a escachar de un púazo al de aquel que se pusiera a nuestro
alcance jugando al redondel. Enseguida llegaban las canicas. O mejor dicho, los
bolindres: Los había de arcilla, los más corrientes, entre otros más escasos y
codiciados como eran los de mármol o los de cristal.
El bolindre cristaloso.
Gracias a él ya he ganado un buen puñao de bolindres de grea jugando al gua.
(Había que ver la cara que ponía cuando iba perdiendo: “Que si metes
zanca, que si estás empicao”. Lo que temía era que lo apara). Y lo había
cambiao, ya me acuerdo, por dos cartones de una caja de cerillos. Y tanto que
fue un gran negocio, ya lo creo. Con una miaja más de suerte, pronto me haré de
uno de mármol que podré cambiar por un cuento del Capitán Trueno o del Guerrero
del Antifaz.
Aquellos tebeos que
pasaban de mano en mano. Mil veces hojeados, cambalacheados, manchados,
repasados y recosidos. En ellos aprendimos una historia fabulada que se
mezclaba y confundía con la dudosa historia escolar de héroes y supermanes
hispánicos tales como Viriato, Don Pelayo, el Cid Campeador, Pizarro, el Gran
Capitán… Entre los que descollaba el más grande de todos: el Generalísimo
Franco, Caudillo de España, disputándole la supremacía a Dios en nuestras
ingenuas y tiernas cabecitas infantiles. Y aquellas canciones patrióticas: Nos
traían los ecos airados de una guerra que no conocimos y cuyos rescoldos aún no
estaban apagados.
Lo puedo ver a través
de esta bolita de vidrio: Ahora, el chiquillo y sus amigos está reviviendo bajo
las murallas del castillo el asalto a la fortaleza, junto a Crispín y
Goliath. Gastando las energías que les proporciona la leche américana. Aquella
leche en polvo que tan “generosamente” nos enviaban a los desnutridos españolitos
de entonces nuestros nuevos y ricos amigos los yanquis. Completaba nuestra
dieta con los nutrientes que la matanza no aportaba. Por la tarde, el pan con
aceite y azúcar contribuía a reponer energías. Con los higos pasaos, bellotas,
almendras, albillas, chumbos, moras, acinojos y acerones hacíamos buen acopio
de vitaminas. A la vez que nuestra mente se nutría con la cartilla de Rayas, el
libro de Nosotros, el catecismo Ripalda y la enciclopedia de Grado Medio.
(Aquellas pizarras, aquellos tinteros…, los secantes). Un buen coscorrón o un
palmetazo en toda regla sería el premio por nuestra “aplicación”. Cuando
no, quedarnos encerrados sin comer en el cuarto de las ratas.
Ahí estamos reflejados,
en la canica de cristal. Jugando a ser mayor: Fumando furtivamente un
cigarrillo de papel de estraza o un “ideal”. Alguien está tramando salir a
tirar los cascos esta noche. Es un juego arriesgado y hay que tomar
precauciones.
Las imágenes pasan
veloces: los tosantos, la matanza, el rebusco, la feria de san Miguel, la
primera comunión, la misa del alba, la cruz de mayo… Y al fondo, el
paisaje: Entre el Pico la Horca, el Pilar de Arriba, el Castillo, la Albuhera y
el Llano de don Ángel se encontraba nuestro mundo conocido. (Nos los sabíamos
palmo a palmo: la sacristía, la era Mencía, la mina de Moriche, la madre del
agua, el camino del Peón, la piedra peligrosa, el charco manantío, la fuente de
los perros…) Un inmenso territorio cuyos límites en contadas ocasiones
lográbamos traspasar y por donde, un día de rondón, se nos coló el progreso.
El “progreso”... Arrinconó el candil, el carburador y los cuentos al amor de la lumbre y nos fue
dejando toda una ristre de cables, vehículos y aparatos interminables. Chatarra
y plástico. Mucha chatarra y mucho plástico. Pero a cambio, se llevó lo mejor
de nuestras gentes: los jóvenes. Y fue a nosotros, ya mozos y mozas a la sazón,
a quienes nos tocó la china. Mal negocio hizo esta vez nuestro pueblo. Peor que
aquellos indios, que cambiaban su oro por los espejos que los conquistadores
les ofrecían, deslumbrados por el falso resplandor que los cegaba.
El valioso bolindre cristaloso por el cartoncito de nada. Sí, es el mío. Lo podría reconocer entre un millar. Así que ya me lo puedes devolver. No, yo no lo vendo. Ni siquiera por un duro de esos tan raros que tienes. Además tu dinero me serviría de bien poco. Yo no lo vendo por nada. Pero, si tanto interés tienes, te lo empresto. Quédate con él hasta cuando quieras, pero no me lo pierdas. Es mi talismán: Me da suerte. En esta bolita el futuro se abre como en una bola mágica: A través de él puedo verte, un tío viejo que no acierto a reconocer. También se ve el pueblo. Hay muy poca gente. ¿Adónde se han ido?. Apenas hay niños. Niños que no juegan a entera ni al marro, que no cantan romances ni alborotan las calles. Están pegados a una pequeña pantalla. Ya ves, mediante ese bolindre puedo ponerme en contacto y comunicarme contigo. Si es que dispones de un poco de tiempo para perderlo con un mocoso como yo.
JJBL